La Real Academia de la Lengua define Hotel como aquél establecimiento de hostelería que es capaz de alojar con comodidad a huéspedes y viajeros. En la mayoría de las ocasiones son establecimientos impersonales, lugares de paso y de descanso que suponen una etapa anodina en un viaje. En el caso del Hotel Castillo del Buen Amor esta concepción falla estrepitosamente, este establecimiento es la meta del viaje en sí mismo, es un lugar en el que la estancia se convierte en la propia atracción y su restaurante es también un ejemplo de ello.
El pasado 15 de Mayo fuimos acogidos allí después de una deliciosa visita al Convento de Santa Clara de nuestra ciudad, al que por cierto, animo vivamente a conocer a todos los que no estuvieron en esta ocasión.
El Castillo del Buen amor, bien conocido por todos nosotros, es una construcción que tiene su origen en una fortaleza militar datada en 1227. Tras una azarosa historia es adquirida siete siglos después, en 1959 por la familia Fernández de Trocóniz que inicia su reconstrucción y restauración para convertirlo en lo que es en la actualidad, uno de los lugares
con más encanto de la provincia.
Nos desplazamos hasta allí para celebrar la entrada en nuestra academia de María Dolores Calvo y degustar el menú que se elaboró para la ocasión…
Comenzamos con los entrantes, un mano a mano de jamón de Guijuelo y una excelente cecina de León seguido de un pulpo a la parrilla que ya conocíamos de nuestra última visita; bien elaborado con un intenso sabor a brasa y acompañado de un puré de garbanzos muy rico.
El primer plato consistió en una ensalada de solomillo en escabeche muy logrado, justo de acidez que realzaba el sabor del ibérico y acompañado de un aceite “de la casa” que hizo las delicias de los comensales al aderezar con él más de un plato del menú.
El plato de pescado, un lomo de lubina fresquísima con una textura firme excelentemente plancheada con un sabroso relleno, fue uno de los platos más valorados de la noche.
Por último un jarrete de morucha lacado, una carne potente y aromática acompañada de una salsa española que estaba simplemente perfecta.
Finalizamos con un curioso y refrescante surtido de golosinas al centro para cerrar la degustación.
El vino tinto elegido para el maridaje corrió a cargo de un Tinto La Mancha Roble 100% Tempranillo, un vino elaborado en la casa, de inicio de producción pero ya con unos matices muy interesantes que le auguran un futuro prometedor. El vino blanco fue un clásico, un caldo ya consagrado, un Terras Gauda alvariño 100% con aromas a melocotón en almíbar y piel de naranja, untuoso y denso en boca con una acidez justa y un final largo y amable.
La cena fue precedida de un interesante y ameno recorrido por las dependencias del castillo en las que Pilar, la gerente y benjamina de la familia, nos ilustró de una forma divertidísima y amable (propia de una excelente comunicadora) sobre la historia del castillo-palacio y de los esfuerzos que se han realizado para su restauración.
Un proyecto en el que se han implicado más de dos generaciones de una familia y que lleva tiempo dando sus frutos, proyecto al que deseamos, y estamos seguros de que será así un enorme y exitoso futuro. No nos cabe ninguna duda de ello.